Hace algunos ayeres en la escuela, mi profesora de Introducción a la Ciencia me puso a leer El Alquimista de Paulo Coelho. La historia nos narra las experiencias de Santiago, “que sigue el camino de sus sueños, para buscar su tesoro personal… y va aprendiendo a escuchar la voz del desierto, del viento, del sol... y la voz de su propio corazón.”
Independientemente de que no aprendí nada de ciencia en esa materia y de que Paulo Coelho me parece algo así como el Carlos Cuauhtémoc Sánchez de Brasil pero con más elementos literarios, imaginar el desierto siempre me transportaba inmediatamente a Libia.
Es espectacular ver los cambios en la geografía. En México me gusta ver el cambio de climas. Del DeEfe a Cuernavaca uno va del smog de la ciudad al bosque, para descender la montaña y llegar al clima tropical de la ciudad de la eterna primavera.
En Libia todo es desierto, pero los cambios son iguales: uno sabe inmediatamente que se encuentra en el Sahara, porque no hay más que inmensas dunas hasta donde la vista alcanza. Después de la ciudad de Ghadames hay que hacer un trayecto de una hora para llegar a en la entrada del Sahara (Sajara, como lo llaman en Libia). Asrruf, nuestro chofer en el viaje condujo por la carretera a medio construir hasta las primeras dunas.
Antes de bajar de la camioneta ya todos nos habíamos quitado los zapatos. Como es invierno, no hace tanto calor en el desierto, de modo que la arena tenía una temperatura lo bastante fresca como para poder caminar sin contratiempos. Conforme uno va subiendo las dunas, la escasa vegetación desaparece. Pronto no queda nada más que arena.
Tratar de escalar la primer duna parece complicado. Subo en diagonal para que el trayecto no resulte pesado. Hodifa y Ammar, mis hermanos más pequeños, suben corriendo y mientras todos vamos a mitad de camino, ellos ya nos saludan desde la cima.
Me sentí como una niña rodando entre las dunas, enarenándome los poros de la piel. Clavando los pies en la arena como si así pudiera sentirme parte de esa maravilla. Papá me ayuda subir hasta la primer cima y me da un abrazo que me recuerda la única frase de El Alquimista que siempre tengo presente: Cuando deseas alguna cosa con todas tus fuerzas, todo el Universo conspira para que la consigas.
Sí, ya sé que es demasiado cursi, pero estando en el desierto uno se transforma. Estando en la cima, no podía creer que estaba ahí, a tantos kilómetros de mi casa. Menos podía creer que estuviera ahí con mi papá, Zakia y mis hermanos. Siempre desee encontrar a mi papá, pero nunca pensé que eso pudiera ser posible. Sin embargo, por algo que aún no alcanzo a comprender, lo encontré sin que me lo hubiera propuesto de manera decidida y consciente.
De pronto, todos callamos, no sé si por cansancio, o porque la inmensidad de aquel lugar impacta a cualquiera. No se escucha nada alrededor, sólo se ven interminables dunas que cambian de acuerdo al viento. Pienso que seguramente en unas horas el paisaje no será el mismo.
“Huda, come, come here…” me grita Hodifa, quien parece nunca cansarse. Corro tras él mientras sube y sube. Cuando logro alcanzarlo, me siento conmovida, me siento chiquita, siempre que estoy en espacios naturales me sucede. Nunca había estado en un lugar así. Es mágico. Miro a mi alrededor… Es la voz del desierto. Es la primera vez que siento paz en mucho tiempo.
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