lunes, 17 de enero de 2011

La adiccción de viajar


Mi viaje comenzó con un cachito de corazón roto... dolió partir. No por el tiempo que permaneceré fuera, sino por los sentimientos encontrados que produce. Por lo intenso, por lo repentino de tomar la decisión de tomar un avión que me llevará en unas horas a encontrar a mi familia. Porque si no hacía esto, mi vida, mi corazón me iban a volver más loca de lo que ya estoy.
Yo conozco casi todo México; sin embargo, la emoción del viaje, llegar al aeropuerto, documentar, treparse al avión, se me ha vuelto cotidiano, pero ayer fue muy distinto.
En primera, porque me subi a un avión enoooorme, de esos con tres filas y toda la cosa. Me sirvieron una deliciosa cena, la cual rematé con un vino tinto que me mandó a dormir inmediatamente.
No me resultaron pesadas las horas de viaje. Hace menos de un mes, me pasé 20 horas en un camión hacia Mérida, así que 10 horas, me parecieron un dulce.
No sé si sea por el motivo del viaje o porqué, pero cuando aterricé y salí del avión, me sentía como en uno de tantos viajes que he hecho. Madrid me recibió envuelta en una densa niebla que no permitía ver mucho más allá del próximo edificio terminal.
Tomé mi mochila, salí del avión y me preguntaba cuándo me sentiría emocionadísisisisisisma, y la verdad es que eso no pasó hasta que salí de migración con mi primer sello en el pasaporte.
Cerca de tres horas libres y dos opciones: Quedarme en el aeropuerto o salir a la aventura.
Opté por lo segundo, y cuando menos me dí cuenta, estaba tomando por dos Euros el bus express del aeropuerto que me llevó a la Cibeles.
Siempre dije que el primer lugar del extranjero que quería conocer era Barcelona, pero como hasta ese momento ni siquiera sabía que un viaje a Tripoli me esperaba, cambiar mis propios planes de ruta me parece que es una de las cosas que más he disfrutado.
Es mala idea parar en un lunes en Madrid. Los museos están cerrados: el del Prado, el Thyssen-Bornemiza, pero caminar por la Puerta de Alcalá, ver de lejos a la Cibeles, caminar por la Gran Vía, perderme por las calles, me llenó de felicidad.
Me sentí rara cuando el tráfico paraba en las líneas para que el peatón pasara. Seguro que no entendieron por qué agradecía yo que me hubieran dado el paso, pero es que tendrían que vivir en el DF unos pocos días para comprenderme.
Caminé hasta cansarme. Ahora me duele el hombro, porque la backpack que traigo es enoorme y llevo muchas cosas conmigo.
Repuse mi cartera perdida en Mérida, por otra muy linda que ahora dice Madrid. Traigo un imán para el refri de la casa... porque si compraba una taza más, el riesgo de que Mónica me corra de casa es bastante alto. Ella dice que esa ha sido mi principal contribución a la casa. Yo no tengo la culpa de que a todo el mundo se le ocurra regalar tazas en los eventos a los que voy.
Ahora que lo pienso, podría vivir en Europa. Me gusta la puntualidad. Y no fallan, no hay lugar a dudas, todo está bien cronometrado, explicado, uno no tiene cómo sentirse confundido. Si dicen que a las 5:10 pasa el bus, no hay más allá, paran donde tienen que hacerlo. Creo que ese orden me ayudaría a no ser tan distaída y disipada.
En el bus que me llevó de regreso a Barajas vi los edificios habitacionales, vi cercas graffiteadas que me recordaron a Tijuana aunque no se parecen en nada. Intenté en vano jugarle la partida a la niebla.
La próxima parada: Londres. Una antes de mi destino final, en Tripoli.
Ahora pienso de nuevo que esto de viajar es como el sexo y el chocolate. Uno irremediablemente se vuelve adicto.

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